Por Alfonso Hamburguer
BAJO GRANDE, UNA POSTAL DE OLVIDOS.
Visto desde lo alto, dese el helicóptero que ha traído al vicepresidente Francisco Santos con una misión extranjera para declararlo zona libre de minas anti personas, Bajo Grande no es más que unos peladeros, montes espinosos y unas casas tratando de resistir en el tiempo y en los recuerdos. Se trata de una aldea de indios, con casas dispersas tiradas a la jura al costado de un arroyo seco. Las de palma no resistieron la candela de los paramilitares, que les prendieron fuego el 22 de octubre de 1999 en su última incursión o cayeron redondas carcomidas por el tiempo. Las de zinc, que eran pocas, han resistido con más estoicismo los aguaceros de octubre. Los caminos se borraron y el monte creció ferozmente, mientras las guartinajas, conejos y venados, se repoblaron a montones.
No viajo en el helicóptero con Santos, pero la foto que he bajado por Internet, me muestra a un pueblo muy diferente al de los recuerdos, en el que cantamos “Salud Adorada bandera que un día/ batiste tus pliegues allá en Boyacá/ Sellaste por siempre la lucha bravía/ de un pueblo que ansiaba tener libertad”. Recuerdo a mi madre, la maestra abnegada, enseñándonos el catecismo y estas tonadas patrias, preparando la celebración del 20 de Julio o la primera comunión, caminando las procesiones y gozando los fandangos. ¡Ah, las carreras a caballo y el recorrido casa por casa, pidiendo los dulces de Semana Santa. También al cura Javier Cirujano Arjona, asesinado por la guerrilla en 1993, comandando la tanda de caballos piqueteros, antes de la procesión.
Hay otra foto que me despierta a la realidad. Es una perspectiva de la iglesia de piedra y barro- construida por Cirujano- vista desde el lateral izquierdo, desde atrás, quizás tomada desde el sardinel de piedras muertas en la casa de Male Caro, también muerto en el exilio como mi tío Alfonso y tantos otros. Allá se ve la plaza donde mataron al Inspector de Policía, Ramón Ortega, en la primera incursión de la guerrilla. También se ven tres casas de zinc en hilera: a la izquierda la que era de Walberto Hamburger Herrera, la del Inspector Ramón Ortega y la de Argelino Anillo Herrera, que es la última, ya casi contra el barranco escabroso y sobre la bajada al canal de Flores Negras. De los tres sólo sobrevive Walberto. Al inspector lo mataron y Argelino, que llegó a acumular plata, que tiraba billetes a manos llenas en la corraleja de Zambrano, murió de la nostalgia en San Juan Nepomuceno. En la foto el monte ha borrado hasta las piedras. De la plaza seca, con piedras de cascajo, la maleza ha hecho de las suyas. Al fondo se ven las lomas grises de Arroz Con Gallo y Las Pajas de Flores Negras, donde los de la Shell- según mi tío Piero- dejaron un tubo erguido en un mojón para no equivocarse si acaso regresaban.
Con la foto, que nos regresa a una realidad dura y cruel, más la ayuda de la memoria, empiezo a recorrer el pueblo. Encuentro que la mayoría de los jefes de hogar, especialmente quienes ya franqueaban los 50 años cuando les cayó la mala hora del desplazamiento, han muerto. Muchos murieron de hambre, la mayoría, como mi tío, de nostalgia. Incluso, murieron en el exilio- si porque nunca se amoldaron a otro pueblo- los Herrera y Los Vásquez, hombres y mujeres longevos por naturaleza, que pasaban campante por los cien abriles como si nada y perneaban para morirse. Eran hombres y mujeres a quienes nunca les dolió la cabeza. Arace, Herlinda, Eva, Mercedes, Raquel, todas Vásquez, murieron en alguna parte y sus cuerpos ahora están regados en otros cementerios. La que más duró fue Raquel, pero no le alcanzaron los años para regresar, lo que ha sido la lucha de su hijo Joaquín, quien tiene la sangre dulce para el ganado. Con su cojera eterna- pues una vaca de una recua perdida de Fernando Díaz que atravesaba el pueblo lo embistió y le partió una pata en su propio patio- lidera la resistencia contra el olvido. Fue el único mortal que aguantó todos los desplazamientos, dispuesto a que lo mataran.
En Sincelejo visité a María Anillo, la esposa del Inspector Ortega. Pese a la perdida de siete miembros de su familia, sigue dura. En esos días se había operado un ojo y mandado a extirpar aquella verruga que parecía un lunar al lado de su nariz. Pese a los dolores de la vida, aun le quedan rasgos de que fue muy bella. Todavía no les han reconocido nada por su muerto principal, su esposo, pese a que trabajaba con “el gobierno” y por eso lo mataron los guerrilleros. Nunca supo cómo allegar los papeles para probar su muerte. Los titulares de la prensa, que guarda amarillentos, son testigos de su infortunio. Aquella vez fueron dos los inspectores muertos, con el de Jesús del Monte, en zona del Carmen de Bolívar. “Güerilla mata dos Inspectores”, dice la noticia escueta de El Universal de Cartagena.
A Avelino Escobar, el carpintero y machero de la gaita, que siempre fue catalogado de flojo, porque jamás terminó de parar su casa, me lo encontré casi caducando en San Jacinto, mientras jugaba dominó. Debe estar pasando por los cien años. Ya no se acuerda de nada. La muerte de su hijo “El Chino” en la última incursión de la los paramilitares, fue como un golpe de suerte, porque a este si se lo pagaron y con la plata adquirió una casa en la orilla de la carretera, donde viven de la caridad de sus hijos jornaleros.
Para algunas familias que sus hijos cayeron en los falsos positivos, las indemnizaciones se constituyeron en un culto al gozo de la tragedia. El poeta Julio Sierra Domínguez, escuchó una conversación en un banco de Sincelejo, donde se encontraron dos comadres enlutadas por la tragedia. A la primera le dieron un cheque considerable, lo que extrañó a la segunda. La primera le explicó que esa suma importante obedecía a que a ella le habían caído dos hijos, a lo que la otra repuso, con extremo lamento:
- Hay, mija, calcula tú, que a mí me mataron sólo uno.
Sigo observando la foto que ha tomado El Tiempo y que encuentro en Verdadabierta.Com. En la perspectiva no veo la casa de Don Remigio Medina. La casa era una de las mejores, ubicada en toda la esquina de la plaza. Era de palma y tenia una tienda muy surtida. También era cantina. Eva Castellar Vásquez, su mujer, murió en San Jacinto afectada por una diabetes crónica y por la nostalgia. Antes de morir le habían cortado una pierna, pero más antes le habían matado las ilusiones del retorno al pueblo donde vivieron felices y acumularon cierta riqueza. El resto de la familia se dispersó por el mundo.
La perspectiva de la foto no cubre la casa de Rufino Castellar, que vivía en la otra esquina de la plaza, hacia la izquierda. Tampoco retornó. Fue uno de los primeros en morir. Rufo, como le decían, era el padre de Luis, el muchacho malogrado en un fandango, al ser cargado en hombros por su mejor amigo, cuando el pueblo era una aldea feliz y escondida del mundo. También escondida del Gobierno. Del asesino culposo jamás se supo.
En un ligero repaso por las otras calles voy encontrando, ya con el recuerdo de la memoria, difuntos y difuntos, hombres de reciedumbre, de hacha, machete y garabato, pero que fueron impotentes para soportar la tragedia del desarraigo. Me voy a la calle Barranquillita, bautizada asi por su alegría carnavalera. Me enfrento a la imagen de Edilberto “El Negro” Sierra, quien era el dueño de la tienda mas surtida. Sus buenas reses y sus magníficos cultivos lo elevaron a la categoría de blanco. Ël me contó que una vez desplazado, empezó a hacer todo tipo de negocios, pero ninguno resultaba, hasta que se le dio por comprar aguacates en El Carmen de Bolívar para vender por pueblos polvorientos del Magdalena. Un día de sol demasiado ardiente para su estado emocional empujaba una carretilla de aguacates por el centro de Plato, sin que nadie se dignara comprarle nada.
- ¡Aguacates, aguacates, aguacates! Gritaba.
- Agua paso por aquí, cate que yo no lo vi, le respondió burlón un vacan mofándose de su suerte desde un sardinel.
Se acordó del desprecio de algunos por este fruto, en el sentido de que hambre debía tener la persona que se aventuró a comerse el primero. ¿Cómo supo que no era un fruto venenoso? Fue donde se percató de la situación tan difícil en que había caído. En Bajo Grande, donde ningún vendedor pregonaba sus productos, él era un rey de la vida. Y ahora gritaba como un loco por las calles de Plato. Aturdido por su situación miró a todos los lados a ver si ningún paisano lo estaba viendo, porque se hubiese muerto de la pena. Fue cuando se sentó en un sardinel y no pudo contener las lágrimas.
Para no sobre abundar en recursos literarios, como dicen los críticos profesionales, sólo repasaré dos o tres casos más, que podrían situar a los lectores en situaciones claves de la historia. En la misma fotografía, debía estar registrado el billar donde vieron por última vez a Marcos El Culón, como le decían a uno de los hijos de Rosita Sierra. El joven salió de a pie por el camino Real, rumbo la Finca El Hacha, con otros tres jóvenes mas y se los tragó la tierra. Estos desparecidos fueron el principio de las malas noticias del pueblo. Antes, Jaime Herrera Vásquez, quien era el rey de la Pinola, se fue a trabajar a Venezuela y nunca más se supo de su suerte.
Y finalmente, en Zambrano murió, hace unos seis años, el Ex Policía, Pedro Vásquez Ariña, quien había sido uno de quienes figuraban en una supuesta lista que llevaron los guerrilleros el día que mataron al Inspector.
Y en Sincelejo, mientras un pelotón de desminado se gastaba mil millones de pesos, moría con el año, Male Vásquez, de más de cien años, sin un solo peso en el bolsillo.
BAJO GRANDE, TERRITORIO FIFA.
Bajo Grande nunca tuvo la mano del Gobierno en más de cien años, cuyo aporte se limitaba a un maestro, un inspector de policía y un visitador de la Malaria en tiempos del DDT y nada más. La Policía Nacional llegaba cuando iba a capturar a algún cuatrero fugado y el cura lo hacia en las fiestas patronales de Santa Catalina- los 25 de noviembre- , cuando sacaba la tarea de matrimonios, bautizos y primeras comuniones acumuladas a lo largo del año.
El terruño parecía no existir en los mapas del Gobierno, salvo para los procesos electorales, cuando llegaban puntuales las papeletas de los partidos liberal y conservador, pero existía para la Federación Internacional de Fútbol Asociado, FIFA. El fútbol era la única regla de la civilización que parecía aplicar correctamente en la idiosincrasia popular. El campo de fútbol tenía las medidas del Maracaná. Y aunque no lucía una sola mata de grama – pues los burros sueltos no la dejaban prosperar- era plano y agradable para el balón, que se podía jugar a ras de piso. Los arcos, construidos en madera, estaban ubicados como es debido, uno al Sur, que daba con el cabezón escondido o charco frío de Juan Pablo, en la orilla del arroyo del Mico; y el otro, al Norte, colindaba con los trupillares y las gradas naturales de Culo Alzado, un promontorio rocoso que permitía ver la panorámica del pueblo. Los peligros más caros para el balón eran las profundidades del arroyo, el cementerio al Sureste -por el susto de los muertos- y las espinas de los alrededores. Aromeras, trupillos, pringamoza, zarza pata e grillos y cactus de todas las especies tapizaban sus gradas perfectas. De modo que el balón, entonces de cuero, debía ser inflado con Finilex, un gas que impedía la salida del aire. Con ese gas curativo, más denso que el aire normal, el balón tomaba unas dimensiones extrañas, psicológicas, pesaba mucho más y por ende daba la sensación de ser más grande.
El fútbol y el béisbol en su tiempo, fueron sagrados como los trastos de la iglesia y casi únicas diversiones para adultos y chicos. Los equipo que visitaban a Bajo Grande siempre se fueron derrotados, incluidos legendarios Los Católicos de San Jacinto, que dejaron en su arena un invicto de 48 fechas; y La Caja Negra de Tenerife, Magdalena, conformado por pescadores robustos, capaces de cualquier cosa por un triunfo.
Con el “balón grande”, nadie les ganaba, pues era con éste que practicaban. Los adversarios que llegaban con balones normales, reglamentarios, no se arriesgaban a usarlos por las espinas de los alrededores. Los locales ponían su balón, que era casi imposible de manejar por la visita. En uno de los partidos, en que los visitantes se arriesgaron con su balón, Bajo Grande perdía dos goles a cero en el primer tiempo. No hallaban el balón ni cuajaban jugadas importantes, porque el esférico se les hacia muy liviano. Cada patada se iba por encima del arco visitante. Fue cuando, finalizando este tiempo, alguien de los espectadores, que se amontonaban bajo los árboles, gritó:
-Pónganles el grande!
Pusieron el grande, el inflado con gas. Enseguida la selección Bajo Grande halló su comba, empató antes de terminar el primer tiempo e hizo dos goles más en el segundo. Se repetía lo de la final en el Mundial de Futbol de Uruguay 1930, en que el árbitro, en una salida salomónica, permitió que cada equipo jugara un tiempo con su balón de práctica.
De esos jugadores virtuosos, muchos cayeron en la guerra sucia, como Ramón Ortega, el Inspector de Policía, quien era un extraordinario centro delantero goleador y su hijo Ulfran, también veloz delantero, muerto cuando estaba ya desplazado, en Valledupar.
Alfonso Hamburger Herrera, el valiente solitario, alguna vez estuvo a punto de matar al caballo cascón de su padre Wilfrido. Tenían juego a las diez de la mañana con la selección de Las Palmas, pero su primer hijo, Wilfrido Junior, de meses, no los había dejado dormir en la noche anterior, aquejado por fiebre alta, vomito y diarrea. Salió de urgencia a comprar medicina en el caballo a Zambrano, cuatro leguas más abajo. Fue y vino en un tiempo record, sin dejar de azotar al animal, que al llegar al patio paró en seco y cayó de bruces. Había llegado justo cuando ya sus amigos se aprestaban ingresar al campo.
El San Jacintero siempre llegó a Bajo Grande mirando a su gente por encima del hombro, quizás con el mismo prejuicio con el que miraban a los palmeros, ubicados en zona intermedia. Siempre se fueron derrotados en el fútbol. Alguna vez, me tocó hacer de árbitro y los jugadores visitantes, ante la inevitable goleada que estaban recibiendo, el agotamiento que les producía un campo tan inmenso y un balón tan grade, pidieron que se les dejara hacer recambios.
- Nada de eso, este es territorio de la FIFA, les dije.
En 1979, tras terminar mi bachillerato en San Jacinto y sin un futuro claro por la falta de universidades, fue la última vez que pasé unas vacaciones enteras en Bajo Grande. Fueron 30 o 40 días formidables. Organizamos una maratón donde me derrotó Rafael Herrera, un joven pies descalzos. Yo venía de barrer en cuanta maratón se organizaba en la región. Hacía sólo tres meses había derrotado a Juan Conde, rey de Las Palmas en su propio patio y de triunfar en la Semana Estudiantil del ITA de San Jacinto. Me sentía sobrado. Como organizador de esa primera y única maratón que se hizo en Bajo Grande, acepté que Rafael corriera pies descalzos. Después de la partida, en las cuatro vueltas al pueblo no lo volví a ver más allá de las rectas. Jamás lo pude alcanzar. Rafal “el de Dora”, como le decían, fue uno de los primeros muchachos en desaparecer del pueblo. Salió a caminar tierra y jamás se supo de él. Igual sucedió con Jaime Herrera Vásquez, vecino nuestro, quien se hacia mil pinoles con una bola de trapo. Se le pelaban los nudos de los pies pero no soltaba la esférica en horas. Se fue para Venezuela mucho antes del desplazamiento y jamás se supo de él. Después, cuando las fincas vecinas cambiaron de dueños que electrificaron las cercas y patrullaban los linderos hombres armados en motocicletas, empezaron a desaparecer más personas. El turno seria para cuatro jóvenes más que iban al Rio por el camino Real y se los tragó la tierra.
Cuando nos mudamos a San Jacinto, en febrero de 1974, en las marchas callejeras se escuchaban vivas al EPL como brazo armado del PCMl, coros tan usuales como los de Juan Chuchita le hacia a Andrés Landero. Allí ya el pueblo estaba dando un viraje de guerra. Igual decían los campesinos que la tierra era para quien la trabajaba y que el deporte era el opio del pueblo.
Si en Bajo Grande no supimos de subversivos nativos, ya en San Jacinto, donde conformamos un buen equipo de futbol estudiantil, dos de los muchachos desaparecieron de la noche a la mañana, se habían metido a guerrillero. Ramón Fernández, quien tiene su finca en las faldas del Cerro de Maco, un día llegó al rancho y lo encontró lleno de guerrilleros, quienes lo pusieron de cocinero. Entre los insurgentes conoció a uno de los muchachos que habían desertado del equipo de fútbol, cometiendo la falta de saludarlo con su nombre. El muchacho lo dejó con la mano extendida, tras advretirle.
- Perdón, señor ¿Lo conozco?
Después lo llamo afuera del rancho y lo amenazó.
- Mira, viejo hijueputa, tú no me has visto.
¿Qué interés revestía para los dueños de la guerra este pueblecito perdido entre las colinas de Arroz con Gallo y un arroyo culebrero? No tenía petróleo. No Tenia Níquel. No tenia sembradíos de coca. No tenía guerrilleros ni paramilitares. No tenía caminos. Y la luz que le habían puesto, sólo había servido para enviciar a la juventud. Dio la sensación que con la luz el pueblo empezó a descomponerse. Tenía cactus de donde los gaiteros sacaban la música. Y tenía muchos aromos, un árbol espinoso que produce un platanito parecido al dividivi, ese que le da el nombre a “Las Aromeras”, donde fue liberado el Ex ministro Fernando Araujo, ubicadas a muchas leguas de allí.
El aromo nunca ha sido promocionado más allá de ser el lugar donde estaba secuestrado Araujo. Mi padre siempre defendió a este árbol, que se constituyó en su mejor aliado en los extensos veranos. Ordenaba a sus trabajadores recoger su fruto y lo almacenaba para alimentar el ganado cuando escaseaba el pasto. En tiempos de vacas flacas, el cactus y el aromo eran una bendición, pues el ganado se purgaba y después engordaba. Le servía de purgante y alimento a la vez.
¿Si no era el oro, el petróleo o la coca lo que querían los violentos, qué era lo que querían con este pueblo, al que no se le ha dado nada de importancia en la prensa nacional?
¿Qué lo querían de corredor estratégico o de escondite? Nada. No se justificaba tanto dolor.
Ahora que trato de ver en el fútbol el único nexo del pueblo con la civilización y las reglas internacionales, me veo en las mismas vacaciones, caminando con los chicos del equipo de fútbol, rumbo a San Agustín, corregimiento de San Juan Nepomuceno en la orilla del Rio Magdalena. Allí nacieron dos grandes figuras del acordeón, Julio Rojas Buendía, dos veces rey vallenato y Rufino Barrios, quien hacia acordeones en Sincelejo, con su famoso sello Rufib.
Las cuatro leguas de camino eran escabrosas. Atravesamos a pie y en burro Corralito, Desconsolado, El Bajo, Casa de Tabla, Corral de Piedra y otras veredas, vadeando cañales, pringamosales, cadillos y zanjones. A las diez de la mañana, después del madrugonazo, estábamos enfrentados al equipo local, en una cancha hosca, llena de arena y extensa, que también era utilizada para béisbol. El equipo de San Agustín era conformado por pescadores y gente veterana. El nuestro era un entrevero de viejos y jóvenes. El portero era Fabio Ortega, hijo del Inspector asesinado. Entre los marcadores recuerdo a Carlos y Emigdio Herrera, quienes se batieron como fieras para mantener a raya a los rápidos delanteros locales. Nos tenían embotellados y sin poder avanzar más allá del medio campo. Como al minuto 40 del primer tiempo, Hugo Caro, de los nuestros, un alero izquierdo de raya, de los que ya no salen, se corrió por su sector driblando rivales, hasta llegar a la equina, de donde lanzó certero centro al área. El arquero local logró apuñetear el balón, quitándoselo de la cabeza a Ulfran Ortega. El esférico quedó sin dueño, de rollete, dando vueltas en el punto penal. Y yo, que venia desde atrás acompañando la jugada como mediocampista de enredo, alcancé a darle con la punta del guayo, mientras las dos defensas contrarios se quedaban con pedazos de mi espinilla. El balón salió disparado igual como lo recibí, de rollete, con más defecto que efecto, y lentamente, luchando con la arena, se fue por el palo izquierdo del portero, quien gateaba para alcanzarlo. Y justo después de haber entrado a la valla, se detuvo ¡Casi que no entra! Como buenos costeños no sólo gritamos goooool, sino :“Goooool hijueputa, gooool”.
Habíamos sonsacado al león en su propia caverna. Fue entonces cuando los locales se envalentonaron y nos metieron casi en el arco nuestro. Nuestro arquero era imbatible, a veces ayudado por la arena (donde se dejaba caer después de volar) y el desespero de ellos. El árbitro, que era el aporte local, nos expulsó a Emigdio Herrera, al culminar el primer tiempo, cuyo alargue fue exagerado. Emigdio hoy es líder de desplazados en Barranquilla.
En el segundo tiempo el asedio de esas fieras fue peor. Nos mandaban misiles por todos los costados, pero después de una hora de lucha libre, sí porque el árbitro pitó 60 minutos, y sólo con diez hombres, corónanos el uno a cero.
Pese a ello nos dieron almuerzo, hubo un toque de banda en nuestro honor y después cogimos otra vez- en burros y a pie - el camino de regreso. En ese año, siete antes de la primera toma guerrillera, aún no había comunicación entre estos pueblos, pero al llegar, las muchachas tenían armado un baile de honor que nos habían preparado por el histórico triunfo. Les habíamos quitado 57 fechas invictas en sus arenales. ¿Quién les había avisado? De seguro alguien había llevado la noticia antes de nuestro regreso, como el niño que se escapó en medio de la toma guerrillera de junio del 87 y cruzando montes, llevó la noticias a las Palmas, donde la embarcaron en el primer carro que salió para San Jacinto.
… Ahora que escribo esta crónica me pregunto si eran estos caminos-por donde jamás ha pasado un auto- lo que querían quienes destruyeron nuestro pueblo.