lunes, abril 23, 2007

LOS PEDAZOS DE ACORDEON

Por Adlai Stevenson Samper
Tomado de "EL HERALDO"

Algunos rabiosos defensores de la supuesta ‘tradición’ musical vallenata ven con malos ojos la cercanía de algunos músicos de esa corriente —tanto los consagrados como los allegados a la nueva ola— al acordeón sabanero, y los señalan con desdén como pertenecientes al ‘Porronato’.


La confusión se inició en la década de los cincuenta. Aníbal Velásquez, un promisorio acordeonero barranquillero, bautizó a un grupo suyo como ‘vallenato’. El bogotano Julio Torres, por su parte, bautizó por esos días su agrupación como ‘Los Alegres Vallenatos’ fundamentando el cuento alegre y sabrosón que donde había acordeón había música vallenata, y que recibió su máximo palmarés teórico cuando Consuelo Araújo, a finales de la década de los sesenta, en su célebre panegírico ‘Vallenatología’, clasificó el vallenato en tres escuelas regionales: la de Valledupar y La Guajira, la Bajera y la Sabanera. Todo un despropósito que tomó rumbo y pasó al rango de verdad, creando un mito turístico cultural y desvirtuando la historia de la música del Caribe colombiano tocada a punta de fuelle y viento en un pedazo de acordeón.

Para rastrear algunas de las escuelas de acordeón en la Costa Caribe de Colombia —e incluso en Panamá— habría que remontarse a una serie de ritmos y tonadas regionales de acento africano como el bullerengue, el chandé y la chalupa todavía presentes en canciones como ‘La candela viva’, ‘Mi compadre se cayó’ y ‘La rama del tamarindo’, entre otras. A la cadencia de las gaitas indígenas y en otros casos a la notable influencia musical antillana presente en la guaracha, el son, el bolero y el merengue. Así que una explicación en que toda la música de acordeón partiría del folclor del Cesar y del sur de La Guajira constituye un alegato de piadosa mentira que les hace inconmensurable daño a los músicos provenientes de esa región, que muchas veces creen de buena fe que están inventando o descubriendo un mundo nuevo y promisorio.

EL MUNDO DEL ACORDEÓN DEL RÍO MAGDALENA
En el libro de Rito Llerena, ‘Memoria cultural del vallenato’, se le otorga el título del vallenato más viejo, según explican documentos, al tema ‘El toro Tutencame’, del acordeonero y compositor Pacho Rada. Pero Pacho confesaría después —y siempre, como una obsesión territorial— que “Mi música no es vallenata”. Y tiene toda la razón, pues había nacido en Plato, Magdalena, una de las tierras del mundo fluvial del caimán, cantándole a La Lira, al Tigre de la montaña y al brioso Caballo de Carmelo que le llamaban el liberal.

Una de las teorías sobre la entrada del acordeón a Colombia lo sitúa por los lados de las riberas del río Magdalena, vía de los alemanes durante el período en el siglo 19 y principios del 20 en que eran empresarios del transporte fluvial. Pacho Rada recuerda que los pequeños acordeones marca Gloria los vendían en las tiendas de los pueblos del Magdalena guindados de cabuyas que cruzaban el espacio. Pero además este músico sostenía que el son y el paseo es la misma cosa y que la inclusión y acento rítmico de los tonos bajos eran invento suyo y que se había constituido a la larga en la sutil diferencia entre estos dos ritmos.

Sigue Pacho. Dice que le enseñó a tocar a otros exponentes de la escuela de acordeón ribereño como Alejo Durán, Abel Antonio Villa y el célebre e inquieto Juancho Polo Valencia, a quienes de una manera u otra habría impulsado en sus respectivas carreras musicales. El caso es que el primer tema en acordeón grabado en Colombia fue ‘El botón de oro’, de Pacho Rada, en el año 1936 en los estudios de La Voz de la Patria de Barranquilla.
EL ACORDEÓN CURRAMBERO

Bastó que Aníbal Velásquez pusiera a sonar eternamente las campanas de San Nicolás y que un perro anduviera con zapatos blancos mientras una señora gritara rabiosa a bordo de un bus, cerca del puentecito —en la 30 con la 21— de Lux Kola, por las impudencias de un chofer, para que se supiera por todos los rincones del mundo que en el centro del vacilón acordeonero del Caribe colombiano estaba una guaracha sentida y sabrosa bien barranquillera.

Una escuela en que descollan Dolcey Gutiérrez, Morgan Blanco y el pícaro Peñaranda con su retahíla de cuentos. Una tradición que sigue en algunos pianistas locales como Alex

Martínez, que emprendió sus primeras letras musicales a punto de fuelle, al igual que Chelito de Castro. Un mundo musical alejado del vallenato y en donde su único punto de contacto sería precisamente en el acordeón, aunque no en su uso. De hecho, los Velásquez aseguran que fueron creadores de la sonoridad de la actual caja, gracias al cambio de cuero de chivo por el más estrepitoso de placa radiográfica.

LOS CANTOS DE MI SABANA

Algunos rabiosos defensores de la supuesta ‘tradición’ musical vallenata ven con malos ojos la cercanía de algunos músicos de esa corriente —tanto los consagrados como los allegados a la nueva ola— al acordeón sabanero, y los señalan con desdén como pertenecientes al ‘Porronato’. Una fortaleza musical en que caben hermosas canciones de acordeón como ‘Los sabanales’, ‘Playas marinas’, ‘El viejo Miguel’, ‘La hamaca grande’; donde ya Adolfo Pacheco pronosticaba certero que quería llevar con afecto al Valle cofres de plata con una bella serenata de música de acordeón con el clásico folclor de la tierra de la hamaca. Tierra además de Alfredo Gutiérrez, el iconoclasta del acordeón, rey cuantas veces quiera del Festival Vallenato y figura indiscutida de todas esas escuelas: la vallenata con los cantos de Molina, de Leandro Díaz, de Gustavo Gutiérrez. De la sabanera con su ‘Paloma guarumera’ y de la barranquillera con su ‘Huelelé, huelelá’.

Una escuela de acordeón sabanero que brilla en Los Corraleros de Majagual y en los acordeones y composiciones de Calixto Ochoa y Lisandro Meza. Un mundo musical diferente a las hermosas tonadas de las estribaciones de la Sierra Nevada, de las riberas del Cesar, de los playoneros que arrinconan novillos cimarrones por los lados de Codazzi y los truenos que alumbran como velas que se apagan y hacen llover cerca de Valledupar. Cuatro escuelas de acordeón en el Caribe colombiano que pueden ser muchas más por las inter influencias y mezclas, y que muestran con claridad que no todo lo que se dice del valle es del valle. También tienen los acordeones el encanto de la sabana y el chapoteo de las riberas del vasto río Magdalena justo hasta Bocas de Cenizas en donde se divisan, soberanas, las famosas campanas de San Nicolás que mencionó el adelantado Aníbal Velásquez cuando descubría en ‘La Arenosa’ la sabrosura de la guaracha. Puros pedazos de acordeón pitador.