Por Alfonso Ramón Hamburger
Como si bailara terapia, el mototaxista viaja en su burra eléctrica- así les decía Albertico Fernández- en la caza de los clientes, que cada día son más disputados por la competencia. La cuota del vehículo, que paga por meses en una concesionaria, más los deberes del hogar, con una niña de un año, lo llevan super despierto, a cuatro ojos, porque la situación aprieta.
Ser dueño del vehículo le da su estatus sobre muchos que trabajan por una cuota en la mañana para quien le prestó la moto. De medio día para abajo es cuando pueden decir que empieza lo suyo. Se les ve agitado, delatados por su actitud psicológica y por las mangas largas postizas que se colocan en los brazos, en el afán de escapar de los estragos del sol. Cuando bajan por la carrera 17 hacia la avenida Alfonso López y ven que salgo de casa, me pitan hasta tres a la vez, como enjambres de moscas. Si se le saca la mano al que viene distraído, te atiende el que viene detrás. Ya ellos parece que conocieran al usuario habitual. A algunos ya no hay que darles direcciones. Ya saben donde vive uno. ¡Ah, a este monito lo veo por la plaza de Majagual!
Aunque se delatan con su ritmo terapia, porque el tiempo se convierte en su peor enemigo, tan letal como La Policía que les pone trampas en las esquinas, en cada mototaxista hay una historia. Los hay de todas las clases y tendencias. Campesinos desplazados que a duras penas saben prender el vehículo. Guerrilleros camuflados. Paramilitares. Desempleados. Profesionales. Tecnólogos, Padres de familia. Ex policías. Motociclistas asociados. Buenos conductores. Chambones. Amables. Groseros. Todos huelen a sol y gasolina. Pero al fin y al cabo, son un enjambre de colombianos que luchan en este estado de cosas para sobrevivir en el duro mercado y llevar para el diario vivir.
Con el tiempo se van volviendo duchos en el trajín de la ciudad. Se conocen al dedillo direcciones y vericuetos. Descubren historias. Saben que meterse en el anillo del centro es tan peligroso como una balacera en un ascensor. Te prestan el servicio, pero te advierten que te dejarán solo hasta la esquina de Las Vacas o en La Olímpica de La Pajuela. De allí hacia adentro es zona del tigre. Algunos se pertrechan en las esquinas con sus vehículos dispuestos al servicio rápido, oportuno, peligroso y barato. El mínimo costo del pasaje son 700 pesos, pero cuando el cálculo se les prende, te cobran 1000 y cuando más mil quinientos. Ellos calculan el trayecto de memoria, como el tendero que tiene el peso en la mano y corta la media libra de queso sin necesidad de meterlo en el peso. Hay algunos que son descorteces para el cobro. La mayoría tienen amarrado en la cintura un bolso en el que llevan el menudo para la agilidad en el vuelto. En las equinas estratégicas, donde bailan terapia mientras esperan, los distancia de los policías las miradas de recelo, como el boxeador que calibra la pegada del adversario mientras le calzan los guantes, a través de las curvas y del desfile de la modelo que anuncia el primer raund.
Alejito es un técnico en computadoras de una corporación sincelejana, con especialidad en Medellín. Hace tres o cuatro años, con su computador se ganaba la vida. Prestaba asesorías, levantaba textos, quemaba CD y vendía. Los sábados salía con 5 CD de música y regresaba a casa con 20 mil pesos. Con este negocio sucedió como con la venta de agua en bolsas. Se dañó. Ahora venden tres CD por 5000 pesos en los agáchate. En un tiro libre con barrera, Alejito preñó a su novia, porque no se explica que le paso al condòn. Su hermana también se dejó meter un gol. No hubo más remedio, el mototaxismo lo esperaba. Lleva año y medio en ese agite, pero nunca termina de aprender los secretos y los misterios de la ciudad. Todos los días traen su agite. Está terminando de pagar la moto, que sacó a crédito en un concesionario. Al centro no entra ni por el putas. Anda por las orillas, pero no tan en extremo, porque las orillas también tienen su peligro. En eso hay que ser equilibrado. La única vez que cayó en manos de la Policía fue por llevar a una anciana de limosna hasta la Galaxia del Plástico. No valió pataleo. La moto fue subida a la grúa y llevaba a las bodegas del transito. Había sido empleado alguna vez del Municipio y era amigo del papá de un policía. Después de seis días sin ingresos familiares, fue exonerado, ayudado por la política. Un amigo le pagó el costo de la grúa y el parqueadero, lo que es innegociable por los funcionarios municipales, pues este contrato es de una empresa privada. Los de las grúa parecen asaltantes de camino que embarcan las motos mal estacionadas y las desaparecen de escena en un abrir y cerrar de ojos.
La salud del mototaxista es precaria. La mayoría no tienen seguridad social, porque el seguro de la moto es primordial y ya no lo quieren vender. A Alejito, a los 8 meses de actividad, empezaron a salirle brotes en los brazos. La dermatóloga le mandó una crema que vale 70 mil pesos. Menos mal que una crema casera lo curó y ahora se protege con mangas postizas que lo delatan al ritmo del baile terapia de sus ojos saltones que buscan clientes.
Eso de los clientes para la cuota diaria, que oscila entre 10 y 25 mil pesos, deducidos los 7 mil de gasolina, si que es cada día un misterio. Los hay de todos los pelambres y estilos. Algunos regatean el precio. Otros dicen que espérame aquí que ya vengo y se vuelan. Otros, aún con corbata de ejecutivos, piden que los lleven a donde venden esa vaina, en los senderos del tigre, ya sea en El Bosque o Camilo Sexto. En este momento, el oficio se vuelve peligroso y a veces es mejor dejar perder los 700 pesos. No se está exento de un accidente o de un atraco.
... Y lo peor. No se sabe hasta donde irá a parar esta situación. No se vislumbra una solución, mientras el mundo sigue al ritmo endiablado del mototaxismo.