Por Alfonso Ramón Hamburger
Conozco ciertos hombrecillos que están cómodamente instalados en la realidad. Van a misa los domingos, comulgan y diezman de sus ingresos. Pagan sus impuestos en forma puntual. Son fieles a sus esposas. No protestan por el alza desmedida del agua, la luz o el teléfono. Saben exactamente la fecha en que Colombia le ganó por cinco goles a cero a la Argentina, el día que Lucho Herrera ganó la vuelta a España y cuántos goles marcó el Junior de Barranquilla en su último campeonato. Esos hombrecillos jamás se equivocan, pero tampoco cambiarán el mundo.
A esos hombrecillos les conozco el espiche, como dice mi papá. Los reconozco a leguas. Son formalitos. Se los encuentra uno en los supermercados empujando el carrito, con una barriga de pequeño burgués, los zapatitos embetunados y ropa de Almacén Carmelita. O se los halla uno saliendo de la panadería de la esquina, con una bolsa de pan, mientras el mundo va a un despeñadero. Sus hijos estudian en el mejor colegio de la ciudad y discuten sobre el carro nuevo, el apartamento lujoso o el disco de Shakira. De hecho, sólo cuentan con el voto suyo y si acaso con el de su mujer, pero están enganchados en una institución oficial u otra privada manejada por los políticos, donde lograron entrar gracias al tráfico de influencias usual en estas tierras caribes. Algunos se graduaron en la Universidad que el tramitador de certificados falsos, El Garrafón tiene montada en el parque Santander y aunque tuvieron altibajos, un rato de suerte los equilibró en sus puestos. Algunos de ellos son caminantes y pintaron el mapa de la prosperidad o fueron cursillistas de no sé que movimiento católico, para estar más cerca de las decisiones de los altos jerarcas. En sus posiciones burocráticas sólo esperan que pase el tiempo para lograr una jubilación y dedicarse a llenar crucigramas, jugar dominó y arrancón bajo un palo de laurel.
Por la vida uno se va encontrando estos hombrecillos. Son los primeros que se oponen a la gente talentosa que llega a esas instituciones y proponen cambios. Para ellos todo está bien. Le tienen miedo al cambio. Y son, por supuesto, los primeros en votar en las elecciones, claro, por el mismo de siempre.
... Ese tipo de hombrecillos, de tantos que infortunadamente uno va encontrando en casi todas las instituciones, no van a cambiar el mundo, pero no se dan el lujo de cometer errores. Y las instituciones donde cayeron con base en el lagarteo, no están preparadas para una arremetida de la competencia en este mundo globalizado, porque se quedaron en el tiempo. Se les olvidó que la única manera de mantenerse jóvenes es seguir estudiando.
Esos hombrecillos, cómodamente instalados en la realidad, los hay por todas partes. Hablan bien de los políticos de turno, les hacen el mandado. Algunos fungen de periodistas. Otros creen que no hay nada nuevo bajo la luz del sol y se dedican a contar los días, mientras llega la quincena. Esos hombrecillos no demarcarán el derrotero de un nuevo Sucre ni una mejor Colombia.
Sucre y Colombia necesita de hombres arriesgados, que se atrevan al cambio, que sean francos y transparentes: que no se embriaguen como un chevrolito porque algo les salió bien. Se necesita de hombres que se atrevan a cometer errores, que propongan, que pregunten, que cuestionen, que feliciten solo cuando haya que hacerlo, que establezcan una verdadera relación de cotidianidad, como mi paisano Jorge Ramírez Caro, que a sus 42 años, acaba de ganar el premio Ateneo de Novela en España, porque se atrevió a derrotar el realismo mágico del Macondo tentador de Gabriel García Márquez, que tanto daño le ha hecho a los nuevos narradores colombianos.
De Ramírez es la siguiente frase: “A veces el ejercicio de la crítica encuentra su principal obstáculo en el miedo o en el servilismo: tememos disentir porque somos fieles, obedientes y serviles. No queremos ser puestos al margen ni en contra del centro. Queremos cortejar, agasajar y complacer a todo aquel que represente un peldaño para nuestro ascenso”.