jueves, julio 15, 2010

LOS RASTROS DE LA MEMORIA (VI)

Por Alfonso Hamburguer

MARÍA DE LOS SANTOS NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA.

El tema de mi vida son los pobres. (...) El tercer mundo no es un término geográfico y ni siquiera racial sino un concepto existencial. Indica precisamente la vida de pobreza, caracterizada por el estancamiento (...) por la continua amenaza de la ruina total, por una difusa carencia de soluciones. (...) los pobres suelen ser silenciosos. (...) Así que necesitan que alguien hable por ellos. Esta es una de las obligaciones morales que tenemos. (Ibidem) (Raizard Kapusinsky)


El domingo 11 de julio, mientras la barriada celebraba el triunfo de España en el Mundial de Fútbol de Sudafrica con un estruendoso picot, María de Los Santos Anillo Barreto, sintió ganas de salir corriendo. Aunque sus piernas ya no son las mismas con las que corría cuando el pueblo era sacudido por la violencia, o en los tiempos de paz que madrugaba al rio a buscar los pescados con Erika Hamburger, su imaginación la hacía volar por los solares nativos, en ansias de libertad. En la inocencia de sus nietos, que corrían detrás de un balón en la calle se le atragantaban los recuerdos de Ramon Heriberto, quien también pateaba balón; acribillado por la guerrilla, exactamente 23 años antes. A esa misma hora, el pueblo estaba sitiado. Miró las fotos que tapizan la pared de la humilde vivienda, enmarcadas en su memoria. Ramón Heriberto monta un caballo en la penumbra de una tarde de fiesta. Ufran, Ulfran Javier, Edgardo y El Chino, sus muertos de la guerra, están allí, como eterna compañía. Edgardo, muerto de un tiro en Bogotá cuando llamaba por teléfono para avisar que se venia, fue el niño que se escapó por el monte para llevar la noticia que a su abuelo lo había matado la guerrilla. Suspiró. Se sentó. El mundo se le vino parejo.
El tiempo había pasado tan rápido que en estos años no le había llegado una sola noticia positiva. Escuchaba por la radio como el gobierno avanzaba en materia de reparación de victimas, pero observaba que en su caso, con la muerte de su marido pareciera que no hubiese sido un colombiano, una persona, sino algo insignificante, un anónimo, a quien nadie interesó. Buscó en la repisa de la sala y sustrajo la última carta, en respuesta a un derecho de petición.
El subrayado dice: “Usted manifiesta, que se encuentra en situación de desplazamiento, sin embargo, se verificó el Registro Único de Población Desplazada de ACCION SOCIAL- RUPD y se constató que no aparece como población en situación de desplazamiento inscrita en dicho registro”
La carta, sin fecha , firmada por Juan Pablo Franco Jiménez, subdirector técnico de Atención a Población Desplazada, recomienda que vaya personalmente ante cualquier entidad del Ministerio Público para que rinda delación juramentada (articulo 32 de la Ley 387 de 1997).

A estas alturas, con sus 78 años bien sufridos, Mayo Anillo, como se le conocía en el pueblo, se asusta solamente con que se le hable de “declaración juramentada”, pues se han acostumbrado a la palabra y el papel para ellos sobra. Siempre es sobro o les falto un papel. Les asusta. Les arisca la paciencia.
En otra carta de tres paginas- mucho mas difícil para su intelecto- el mencionado funcionario, de seguro desde una fría oficina, trata de justificar su trabajo para limpiar su responsabilidad en la atención humanitaria a las victimas, cita la ley 387 de 1997 y la sentencia T-496 de 2007 de la Honorable Corte Constitucional, refiriéndose a lo considerado en la Sentencia T- 025 de 2004 proferida por la misma corte. “En todo caso, la entrega de la ayuda humanitaria debe ser cuidadosamente analizada en cada caso concreto, por lo que advierte la Corte que: asi como el Estado no puede suspender abruptamente la ayuda humanitaria de quienes no están en capacidad de auto sostenerse, tampoco pueden las personas esperar que vivirán indefinidamente de dicha ayuda”( …)
Las tres hojas se van por vericuetos jurídicos, fríos, que Mayo no entiende. Sólo sabe que sobrevive gracias a la caridad de sus hijas, que se han batido contra el mundo en las soledades, que han andado como judíos errantes. Todas las noches viaja a Bajo Grande en sus sueños. Lucha, denodadamente Vilma, quien ha hecho de todo, menos robar, para sacar adelante a los suyos. Ahora tiene una tienda este barrio marginal de Sincelejo, Santa Cecilia, donde acaba la ciudad y comienza el monte. Allí la encuentro, azarosa, atendiendo su clientela. La tienda tiene verjas de hierro, pues la inseguridad azota la capital de Sucre. A ella le mataron un hijo hace dos años. Fue el último muerto en la lista larga de tragedias, después de la muerte de su padre, hace 23 años, en Bajo Grande.
Hace unos nueve meses les dieron una ayudita, gracias a un concejal de Sincelejo con nexos en la administración municipal. Cada concejal tiene sus parcelas. Todo se maneja asi. Cada concejal tiene un instituto del Estado y es el encargado de tramitar las ayudas. En elecciones les pasaran las facturas.
Vilma tiene una fotocopiadora y en ella ha sacado copia de una carta, fechada el 11 de abril de 2009, firmada en Bogotá por Marlene Mesa Sepúlveda, subdirectora de Atención a Victimas de la Violencia, donde dice :”Hemos recibido su solicitud de reparación administrativa por el evento victimizante de la referencia”. ( la muerte del Inspector Ramon Heriberto Ortega Arroyo)
En la carta se indica que la solicitud fue radicada con el numero 192521, ingresando inmediatamente en el proceso de estudio del caso.
“Con base en el resultado de este estudio, el Comité de Relación de Victimas resolverá su caso. La decisión definitiva será a usted informada de manera inmediata y por esta vía”, dice en apartes la carta.

En este 11 de Julio lleno de fútbol, la carta esta cumpliendo un año y tres meses, pero todavía no llegan razones largas ni cortas, pese a que María no ha cambiado de domicilio ni de teléfono.
El lunes 12, cuando llego a esta barriada de Santa Cecilia, encuentro a María absorta en sus recuerdos. Su alegría por la visita en visible. Siente un poco de pena por su facha. Vive allí con una nieta que trabaja en Barranquilla. Ahora la acompaña Paola, de 15 años y Omar, de 19, hijos de Omar, su último hijo, quien reside en Venezuela.
Omar, a sus 19 años, no sabe leer ni escribir. Tampoco le interesa. Con lo que sabe le basta para hacer mandados, cuidar una finca, arrancar una yuca o atender una tienda de café y panela. Es igualito a su padre, pero con ojos grandes escurridizos. Paola, en cambio, sigue estudios de bachillerato, en medio del asedio de los moto taxistas que tienen el paradero en la esquina y quieren comérsela con la mirada. Es la misma estampa de su abuela, cuando era joven.

-¿Qué han sabido de Bajo Grande?, le pregunto.

Las noticias casi nunca son buenas. Hace dos meses- me dice- una culebra mató a uno de los hijos de Pedro Rojano, su pariente. Era uno de los desplazados que iban a Bajo Grande atraídos por el repoblamiento silvestre. Iba cazando un venado, le disparó y salió a cogerlo, sin percatarse de que había una culebra enroscada que también había armado su lazo al venado. La culebra gigantesca y venenosa lo mordió en el muslo y lo tumbó. Siguiendo la tradición no fue llevado a un hospital, sino que fue puesto en manos de un yerbatero del pueblo. Se hinchó como un monstruo y cuando fue llevado a una urgencia, ya era tarde. Tenía 48 años y deja cinco hijos huérfanos.